REFLEXIONES SOBRE LA EVOLUCION DE LAS PALMERAS
Cada ser vivo busca equiparse con lo mínimo imprescindible para sobrevivir. Ni menos, ni más. Menos, por definición, significaría la imposibilidad de sobrevivir y reproducirse; más equivale a perder competitividad con el resto de seres vivos explotando el mismo nicho ecológico, por lo que también lleva a la extinción. La Ley del Mínimo Esfuerzo Posible. Todos aquellos seres que no consiguieron este objetivo con la suficiente rapidez, ya no existen. Y discutir las características de seres inexistentes podemos dejarlo para más adelante, de todas maneras, seguirán sin existir… ¿no?. Bueno, ya veremos, usted siga leyendo.
Los trucos, hazañas y obras maestras del ingenio que las palmeras exhiben son legendarios, tanto que para muchos es prueba suficiente de la existencia de una Inteligencia Superior. Para el resto de nosotros, lo que vemos es la instantánea del final – por ahora – de una película de aventuras que dura ochenta millones de años. Nunca la veremos, pero, a juzgar por el último fotograma, se pueden sacar conclusiones irrefutables, probables, hipotéticas y fantasiosas.
Empezando por las irrefutables, las palmeras han sobrevivido ochenta millones de años. Con todo lo que ha llovido en ese tiempo (incluyendo meteoritos), no está nada mal. Prueba que en su patrimonio genético cuentan con un amplio repertorio de soluciones que se van sacando de la manga conforme las circunstancias lo requieren. Miren si no a una Johannesteijsmannia desplegando sus enormes hojas para captar hasta el último fotón que consigue llegar al suelo de la selva, o la Ravenea rivularis, que adopta la solución diametralmente opuesta, aprovechando su configuración de punto de crecimiento único, sale disparada hacia arriba, buscando la primera fila en la disputa por los rayos solares. ¿Y qué me dicen de la Cocos nucifera?. Puesta a conquistar las distantes islas del Pacífico, seguramente probó primero la vía aérea, con jugosos frutos para conseguir la cooperación de los pájaros. La cosa funcionó a las mil maravillas, dentro del radio de alcance de las aves. A partir de ahí, se hizo marinera, desarrollando complejos navíos provistos de reservas de alimento para largas travesías e incluso su propia agua potable. Y eso que las palmeras prácticamente, ni siquiera se molestan en llamar a los insectos para que les ayuden en la polinización. Como mucho, sólo en la dispersión necesitan mano de obra ajena temporal.
Continuando con las conclusiones probables, si tenemos en cuenta que la mayor abundancia de fósiles de palmeras se da en lugares como Alaska, y que en los trópicos no existen, unido a que las palmeras más arcaicas son las palmadas, entre las que se encuentran las más resistentes al frío, parece ser que su asociación con los trópicos es bastante reciente, por lo menos en su forma actual, tanto de palmeras como de continentes. Claro que cuando llegaron a las zonas ecuatoriales actuales, junto a sus sabrosas temperaturas, se encontraron con que, precisamente esa abundancia de energía traía emparejados mucha competencia por parte de otros vegetales, y unos fortísimos vientos. Para sobrevivir había que subir alto, y ser capaz de aguantar los huracanes. Rápidamente inventaron los troncos más resistentes, pura fibra de carbono, junto con un nuevo diseño aerodinámico de la copa. La solución estaba en no oponerse a los vientos, sino ceder ante ellos. Como lo hacen las hojas pinnadas.
Sin embargo, estudiando la escena actual, nos encontramos con piezas que no parecen encajar. ¿Cómo explicamos que la Pinanga coronata o la Licuala spinosa, originarias del Asia tropical sean capaces de resistir varios grados bajo cero?. ¿Para qué necesita esa resistencia en Indonesia?. ¿Y la Ceroxylon quindiuense, para que necesita alcanzar los 70 m de altura? Ya metidos en hipótesis, yo me inclinaría a pensar que son vestigios de soluciones a problemas que ya no existen. Si eso fuera cierto, significaría que la deriva genética es más lenta que la deriva continental, o el cambio climático. O sea, que las palmeras, con su dilatada experiencia, no se fían de los cambios en el entorno y retienen su configuración genética un poco más, unos cien mil años o así, por si acaso. Demostraría también que dichos cambios existen, si es que se necesitaran más pruebas.
El cambio climático es muy real y absolutamente nadie lo discute, solo que hay dos conceptos radicalmente opuestos para una misma verdad: por un lado, los oportunistas que lo esgrimen para apoyar – con mucho éxito – su causa, y por otro lado, la comunidad científica que asiste divertida al espectáculo. Por supuesto que hay un cambio climático, solo que empezó hace diez y ocho mil años, y continúa. Es de esperar que suban las temperaturas cuando estamos saliendo de la última glaciación. Por otro lado, la temperatura en este planeta nunca ha sido estable, y más aún, si sacamos su temperatura media resulta que es muy superior a la actual. Y ahora, llegamos nosotros, en cuatro días nos multiplicamos como una plaga, lo trastocamos todo y la Ley de Murphy entra en acción.
Por último, si entramos en las conclusiones fantasiosas, ¿qué pasaría si el clima de la Tierra volviera a ser como hace ochenta millones de años?. Las palmeras, sencillamente echarían mano a todo su software genético y lanzarían un nuevo modelo que, morfológicamente seria otro Palmoxylon cliffwodensis, el rey del cotorro en el Cretáceo tardío. Es pura matemática, para un mismo problema, la solución tiene que ser idéntica. Como los Delfines, que siendo mamíferos, parecen peces. Pero hay truco. El ser vivo “parece” igual, pero genéticamente no lo es. Es moldeado por el entorno, pero dentro de los límites de su bagaje genético. La prueba es que después de ochenta millones de años, el puzzle genético se ha recombinado tantas veces que ahora, si intentamos aplicar la filogenética, nos sale un crucigrama incomprensible. Por eso es tan importante el preservar la diversidad genética. Si en sus genes no hay solución para lo que le pide el entorno, apaga y vámonos. Cuanto más amplio sea el repertorio de palmeras, más combinaciones posibles y por lo tanto, más posibilidades de supervivencia. La plasticidad de la vida, en el marco de millones de años, es muy superior al que la experiencia de nuestras fugaces vidas nos permite comprender. Hace muy poco, se ha demostrado que nuestras amigas, la Howea forsteriana y la H belmoreana se diferenciaron de un ancestro común mientras convivían en su minúscula islita de Lord Howe, espontáneamente, sin ningún accidente geográfico que las separara, hace sólo 4 millones de años. Demuestra que, o Dios continua con la Creación, o la Evolución es tan real que sigue funcionando, creando nuevas especies.
Curiosamente, nosotros los humanos, después de una etapa infantil en la que hacíamos chiquilladas como la de comernos el cogollo o cortar una palmera sólo para recoger sus frutos, Ahora estamos inventando actividades tan prosaicas como la jardinería y “los amigos de las palmeras”, haciendo posible que sus semillas se distribuyan por todo el mundo a novecientos kilómetros por hora, a bordo de nuestros aviones, contribuyendo a la colonización de los ecosistemas más variopintos. Más todavía, al plantar una Dypsis de Madagascar junto a una africana hacemos posible cruces que en la naturaleza tardarían millones de años en producirse Y pronto, como hemos hecho con tantas otras plantas, dejaremos de conformarnos con las especies naturales y querremos híbridos y variedades (patentadas, claro) que adornarán las avenidas de Paris. Y llegará un día que una Phoenix canariensis “pura” (si es que ha existido alguna vez) será la verdadera pieza de coleccionista. El cambio climático seguirá afectando como siempre a la evolución de las palmeras, pero ahora, por primera vez en ochenta millones de años, hay un elemento nuevo que tendrá efectos mucho más profundos: nosotros.
Bibliografias
Vicente J. Lorente Hervás